El Kremlin lleva la guerra y al desconcierto como las nubes llevan la tormenta

Por Alejo Ríos*
¿Qué va a pasar mañana? es el interrogante que inunda a la sociedad occidental en su conjunto. Creo que en la cotidianeidad de la vida, todos tenemos que adecuarnos a una misma respuesta.
Putín cruzando el Río Rubicón ha terminado con la enorme cantidad de señales que viene brindando desde el año 2007, sobre sus intenciones de expansionismo imperialista al este de Europa. Este inicio de una nueva época, desprovisto de cualquier derecho o justificación, es el cierre de un largo camino orientado a la reconstrucción de Rusia en clave autocrática, nacionalista e imperialista. Sobre ello no han faltado advertencias desde Moscú. Desde sus inicios, como sucesor del “gamster” de Boris Yeltsin, ha valorado los hechos que arribaron en la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como la mayor catástrofe geopolítica del siglo pasado.
Allá por inicios de siglo, la pregunta sobre si podría volver la guerra fría tenía como respuesta un rotundo “No”. Puesto que a consideración de los líderes del momento, Rusia y EEUU jamás volverían a ser enemigos. Pero fue en la 43° Conferencia sobre Política de Seguridad en Múnich, que Putín expresó su airado rechazo al orden mundial vigente y, por consiguiente, no ha dejado de lado su política armamentista del Ejército Ruso. Hoy se ha jugado todo el mazo en una guerra con consecuencias potencialmente devastadoras.
En este contexto, su objetivo es la ejecución del Gobierno ucraniano y su sustitución por un Ejecutivo a merced de Moscú. Su famosa “desnazificación” es llegar a una transición donde se establezca un régimen que censura, asesina y encarcela a opositores e intenta lobotomizar a su pueblo mediante los aparatos ideológicos del Estado.
En el nacionalismo ruso que impulsa Putin, late la convicción de que Ucrania es parte de la nación rusa. Ello rememora fantasmas de las viejas repúblicas soviéticas, cuando el georgiano Stalin consideraba siempre a Ucrania como un territorio poco fiable y reacio al socialismo, sobre todo a sus campesinos. Para el nacionalismo ucraniano todo es a la inversa, Rusia es una especie de agente de la aculturación y desnacionalización de buena parte del país, culpable de la supresión de su efímera independencia en 1918, y último responsable del exterminio de millones de campesinos en 1933-34 mediante una hambruna orquestada por Stalin, el Holodomor, aunque también fallecieron campesinos rusos y de otros grupos étnicos. En resumen, los ucranianos se ven a sí mismos como el Occidente ilustrado y a Rusia como un Oriente euroasiático.
La visión de Kiev “Pro-Occidente” habría herido los anhelos imperialistas del Kremlin. No hay Imperio Ruso sin Ucrania. Por lo que, a su consideración, millones de ciudadanos ucranianos merecían una lección. Ellos son su principal objetivo.
Sin embargo, Moscú tiene objetivos que van mucho más allá. Las repúblicas bálticas y Polonia están también en la lista de Putin, por lo que deshacer la ampliación de la OTAN iniciada en 1990 con la unificación alemana es su objetivo ideal. Para encontrar a alguien que haya llegado tan lejos en el desafío a la legalidad y al orden internacional hay que remontarse a los años treinta. Putin ha convertido el Gobierno de la Federación Rusa, gracias a la recuperación de sus capacidades militares, en un instrumento de chantaje a sus vecinos y a la comunidad internacional. Las Democracias occidentales se han dado cuenta, y ahora interiorizan que esta agresión supedita consecuencias que trascienden las fronteras de Ucrania. Basta con un pequeño detalle, poco tenido en cuenta, para despejar interrogantes: la amenaza a Finlandia y a Suecia de que en caso de integrar la OTAN tendrán “consecuencias políticas y militares”. No están en juego únicamente la seguridad y la integridad territorial de Ucrania, sino la preservación de la paz, la estabilidad y la democracia en el continente europeo.
Es por eso por lo que la invasión de Ucrania es la demostración de una voluntad extrema del Kremlin de afianzar una zona de influencia, la reconstrucción de un espacio histórico que se desmoronó por sí mismo. Dado que su ataque quiebra la predicibilidad que pensábamos asentada y pulveriza nuestro sistema de afabilidad mundial con la artillería simbólica más contundente: que el sentido de la realidad cuenta con la locura. Putin logró que Europa tenga que expresar “no lo sabemos”, y que esas palabras hagan eco en el discurso del Presidente de los EEUU, Joe Biden.
La hora solicita la fortaleza de las democracias liberales como el capital político y el argumento moral más potente para hacer frente con rotundidad y continuidad a una invasión injustificable. Estamos ante una guerra también cultural. La democracia y sus valores de pluralidad, diversidad y derechos humanos y civiles están en juego. Occidente puede estar pagando ahora sus errores de permisividad o tolerancia hacia Rusia en el pasado. Pero la acción militar de Putin ha dejado de ser intimidatoria para convertirse en una guerra real, y una guerra exige de las democracias unidas de acción y contundencia: el asalto a Ucrania es el asalto a las democracias occidentales.
Se esbozan ahí los contornos de una nueva guerra fría. Ya no hay ideología comunista, sino regímenes autoritarios nacional populistas. Que va a pasar, no lo sabemos. Es el desconcierto el arma más afable del Kremlin. Putin juega con lo que considero como el mayor prejuicio de Occidente: creer que la vida es predecible y que podemos proyectar a futuro. Vivo en Buenos Aires, alejado y soy un plateista más en mi insignificante país del sur del mundo. Mi vida continúa y, en las cenas, mi novia me consulta: “¿Te acordás cuando decían que el Covid nunca iba a llegar a Argentina?”.
*Dirigente Juventud Radical CABA