Política y sociedad. Vidas paralelas separadas por un abismo: la realidad

Por Claudio Rosso

Asistimos por estos días a la degradación de la clase política. Sin pudor, sin freno y sin disimulo. Lo peor que le puede suceder a la dirigencia -en nuestro país y en cualquier lugar del mundo- es alejarse del estilo de vida, los padecimientos, las frustraciones, los objetivos y los deseos de sus gobernados. La gente. Hombres de carne y hueso que se levantan muy temprano para ir a trabajar con la esperanza de asegurarse un mínimo de crecimiento, amparo y reparo para su familia y sus pares. Que el lector no se alarme, no se trata ya de ir lisa y llanamente contra «la casta dirigencial» sino de recuperar los valores, la capacidad y la formación de los líderes que vendrán.

¿Todo pasado fue mejor? No. Pero en un presente marcado por la carencia de figuras trascendentes es necesario apalancarse en aquellos que despiertan consenso -al menos- en los valores básicos de la democracia y la República. Valores que hoy a todas luces se han perdido.

Han pasado 38 años del triunfo electoral  de Raúl Alfonsín. Es decir, casi 40 años del regreso de la democracia. Por aquellos años una cosa era segura: nadie quería volver atrás y todos defendíamos  la libertad, la educación, la justicia y proyectábamos una Argentina basada en el crecimiento con equidad. El diálogo político sin mezquindades, la búsqueda de consensos, el ejercicio de la escucha atenta y empática, el respeto por el rival y la lucha por el bienestar colectivo por sobre la ambición individual eran valores que no se discutían y que encarnaban la figura del último líder surgido de entre la gente. Alfonsín llegó a la política con formación, cultura y sentido del respeto por «la cosa pública». Sabía que el Estado y sus dirigentes debían estar al servicio de quienes los eligieron. Trabajar para el Estado era traccionar para mejorar la vida de todos y no para servirse del poder público en provecho propio o de unos pocos. Alfonsín, no era un arquitecto egipcio, tampoco el hijo de un empresario millonario. Era un hombre común de clase media que llegó a la política con lo puesto y se fue de este mundo sin lujos y con una vida austera que nadie nunca pudo objetar. Proyectó su vida en la búsqueda del bien común, fortaleció la democracia, respetó siempre la división de poderes y dejó un legado imborrable: que la política bien entendida y con vocación de servicio es la garantía del sistema democrático.

La democracia no es sólo del kirchnerismo, es de todos los argentinos. Debemos cuidarla y respetarla con cada acto de gobierno. El liderazgo de los Fernández  es un tanto curioso en contraposición a los valores que históricamente defendimos los argentinos.  Se alínea y respalda a países que no respetan las libertades individuales y, en algunos casos, que violan sistemáticamente los derechos humanos. Ataca a la justicia y a todo aquel que piensa diferente. Es prolífero en dirigentes con buen pasar económico que se reciclan y se las arreglan para no alejarse del calor del poder. Se sirve de los más débiles y oprime a los más viejos. Divide y reina. Aún a riesgo de que la propia grieta interna termine por devorarlos.

Los privilegios adquiridos a costa del Estado no son sólo de la política o de un sólo partido político. La crisis de valores y legitimidad se refleja en cada rincón de la clase dirigente argentina. Toda. Sólo basta con mirar gran parte del sindicalismo para ver gremialistas obscenamente ricos y trabajadores pobres. Ya no hay de donde rascar. Endeudarse no es la solución para un país que pide prestado para financiar gastos insostenibles.

Es hora de volver a alimentar el sistema democrático con liderazgos sanos que tengan respeto por la patria y que vean en el otro a un par. Eso se llama construcción colectiva. El resto, es lo malo conocido.